Hace unos años, el literato lisboeta Joaquim Montezuma
de Carvalho estaba interesado en conocer la hora exacta en que Ignacio
Sánchez Mejías recibió su cornada mortal en Manzanares, ya que las cinco
de la tarde del Llanto no le parecía con razón una hora muy
exacta. Hablé por teléfono con Pepín Bello, quien poco me pudo aclarar
pues me dijo que él estaba nada menos que en Rota la tarde de la
corrida, pero tuve ocasión de saludar en un bar de Llanes a Alfredo
Corrochano, único superviviente de los participantes en aquel trágico
festejo. Corrochano no recordaba bien la hora en que éste dio comienzo,
pero sí que quien rompió plaza fue el rejoneador Simão Da Veiga que, por
tener que viajar para atender otro compromiso, alteró el orden de la
lidia rejoneando sucesivamente los dos toros que le correspondían. Si
la corrida empezó a las cinco, el toro de la viuda de Ayala que corneó a
Ignacio y que salió en tercer lugar, no pudo hacerlo antes de las cinco
y media, de suerte que la cogida debió de producirse entre las cinco y
media y las seis menos cuarto. Decía Valle-Inclán en una carta al pintor
Romero de Torres que nada es como es, sino como se recuerda, y el reloj
de la plaza de Manzanares se detuvo para la posteridad a las cinco por
obra de la poesía. Algún motivo debió de tener Lorca para poner esa
hora, que a la fuerza hemos de dar por buena los que creemos que el Llanto es una de las obras cumbres de la poesía española en el siglo XX.
Ignacio Sánchez Mejías debió de ser una fuerza de la naturaleza a la
que todo le venía estrecho, empezando por las plazas de toros. Poco a
poco han ido desapareciendo los que lo conocieron y trataron, así que
todo cuanto sabemos ya de él es de segunda mano, de lecturas o de una
tradición oral a la que se le ha echado toda la fantasía que merecía tan
legendario personaje. Debo decir que a mí me seduce desde la infancia,
pues aún vibraba el eco de su trágica muerte cuando yo alcanzaba el uso
de razón. Ni llegué a verlo torear ni, lo que es más imperdonable, he
leído sus obras teatrales, pero recientemente ha caído en mis manos la
novela La amargura del triunfo, rescatada y puesta en limpio por
Andrés Amorós, que la precede con un amplio estudio. Esa novela no está
nada mal y a mí me inspira el respeto de todo aquel que habla de lo que
sabe y cuenta lo que conoce, y nadie le va a regatear a Ignacio Sánchez
Mejías “la madurez insigne de su conocimiento”. Claro está que algunos
capítulos están apenas desarrollados y que el asunto daba para el doble
de páginas, pues al fin al cabo el material sobre el que Amorós ha
trabajado es un borrador que el propio autor, al que no le faltaban
buenos asesores en su entorno inmediato, podría haber pulido y ampliado.
Lo que no estoy seguro es de que hubiera encontrado el momento de
sosiego para hacerlo, pues Ignacio fue lo que se dice un “hombre de
acción” que además quiso vivir varias vidas y vivirlas con prisa, como
si supiera de antemano que disponía de poco tiempo.
Para empezar, era en él sumamente aguda la propensión viril a la
poligamia, por decirlo finamente, y son mujeres las que, con el recato
de otros tiempos en se guardaban más las formas, nos han hecho el relato
de sus conquistas extramatrimoniales. Estas no se redujeron a
Encarnación López La Argentinita, sino, que sepamos, incluyeron a amigas o presuntas amigas de dos memorialistas: Mercedes Formica y Marcelle Auclair.
Mercedes nos describe la difícil convivencia de Ignacio en Pino Montano
con Lola Gómez Ortega, su legítima esposa, y sus borrascosas relaciones
con la esposa de un respetable sevillano dueño de un colegio cuyo nombre
no da y que tampoco voy a dar yo. También habla Mercedes de la
verdadera identidad de la presunta amiga de Marcelle Auclair que no es
otra que la propia Marcelle. No recuerdo ahora cuál de las dos refiere
cómo se presenta Ignacio en París en casa de Marcela a la que intenta
llevarse de vuelta a Madrid en las propias narices de su marido Jean
Prevost. Marcelle Auclair, hispanista de nota, biógrafa de Santa
Teresa, en cuyas manos depositó García Lorca el manuscrito de El público
la última vez que se vieron, tiene un libro que no me canso de
recomendar y que tradujo al castellano Aitana Alberti. Ese libro se
titula Infancias y muerte de Federico García Lorca, que no sólo
es un estudio penetrante de la vida del poeta a través de su obra
teatral, sino que en él se da cuenta de las pesquisas que hizo la autora
en Granada para esclarecer las circunstancias de la muerte de Federico,
y hay que decir que no dejó piedra sin remover, de suerte que nada
nuevo ha sido capaz de añadir toda la necrofilia posterior, incluidos
los profanadores de tumbas de la memoria senil.
Cuando Alberti escribió sus deliciosas Chuflillas del Niño de la Palma,
Ignacio comentaba que qué pena haber hecho unos versos tan buenos a un
torero tan malo. La propia carrera taurina de Ignacio, interrumpida
varias veces, y compartida con otras carreras, la literaria, la
académica, la deportiva, la de mecenas, pues fue presidente del Betis
Balompié y de la Cruz Roja sevillana, amén de anfitrión y padrino de la
desde entonces llamada Generación del 27, fue un reflejo de sus
infidelidades amorosas, pero fue en ella en la que alcanzó su mayor
triunfo: el de la muerte en el ruedo y el de la deslumbrante elegía a
que dio lugar. Nada de lo que se escribió que fue mucho estuvo a la
altura del Llanto de Federico. También los pintores pusieron
manos a la obra y entre ellos hay que destacar dos: José Caballero, con
esas manos superpuestas que tratan de tapar la vista de la sangre
derramada, y Pablo Picasso que, metido de hoz en coz en su Tauromaquia, bosquejó el gran cuadro que a la vuelta de tres años no tendría inconveniente en despachar como Guernica. El Guernica
no representa ningún bombardeo, sino la muerte de un torero, con el
toro encampanado, los caballos espantados, las plañideras gesticulantes,
la bombilla de la enfermería y el estoque partido en primer plano.
Entre los amigos de Ignacio que yo haya alcanzado a conocer están,
además de los citados Pepín Bello y Alfredo Corrochano, Pilar López y.
José María de Cossío, que yo recuerde. Mención especial merecen dos de
ellos a los que me unió gran amistad: Romero Murube y Manuel Halcón.
Quiere eso decir que tuvo amigos en todas las vidas que vivió o intentó
vivir. La última vez que volvió a los toros fue en Cádiz en abril
de1934, el año de su muerte. Días antes hizo una visita al castillo de
Santa Catalina donde estaba preso otro amigo suyo: el general Sanjurjo,
que dos años antes, un 10 de agosto, había intentado sublevarse contra
la joven República que él mismo había ayudado a traer.